El poeta carretillero
- Martin Vergara
- 8 feb
- 4 Min. de lectura
Actualizado: 10 feb
Viajar solo, hoy, me resulta algo normal y deseable; casi natural. Pero no siempre fue así.
Mi primer viaje solitario al exterior fue en el verano de 2017, a Cuba. No fue hace tanto, pero las experiencias vividas me hacen sentir que fue hace una eternidad. Lo más claro que tenía es que quería lucir mi nueva certificación de "buzo avanzado" de PADI, y como en el curso te enseñan a ser un "buzo conservador y prudente", yo estaba convencido de que necesitaría mi certificación para bucear en los lugares que me interesaban y que demandaban ese nivel. De más está decir que nadie me pidió ni me preguntó nada, pero eso lo contaré en otro momento, cuando me sienta más inspirado.
Cuba es una isla relativamente grande, cargada de historia y naturaleza que realmente vale la pena conocer; y de política, obviamente. Eso también formaría parte del viaje, porque la idea de tirarse panza arriba en un all inclusive de Varadero no me parecía para nada atractiva. Pero en otra entrada iré contando más historias y anécdotas... me gusta la idea de seguir como única linealidad la espontaneidad de los recuerdos y anécdotas que van saliendo a flote por alguna extraña casualidad.

No recuerdo si fue antes o después de bucear en Nueva Gerona, la Isla de la Juventud ubicada al suroeste de la isla principal, que tomé desde La Habana un bus a la ciudad de Trinidad. Tampoco recuerdo qué me motivó a ir allí, porque ni hoy mismo me suena como un lugar relevante por historia o naturaleza. Pero lo cierto es que allí me dirigí. Apenas bajado de la terminal varias personas me ofrecieron un alojamiento tipo "casa de familia", y caí en la de una señora que me aseguró tener un conocido que se dedicaba al buceo y me podía ofrecer excursiones. En cierto sentido fue una trampa, pero también es algo que contaré más adelante. Lo cierto es que esa misma mañana salí por las calles de Trinidad a buscar qué hacer, qué conocer o dónde comer... y a la salida de un local me encontré con un argentino (al menos llevaba la camiseta de la Selección), que paseaba con tres franceses. No puedo describir la emoción que sentí porque ya hoy hasta me incomoda encontrarme con otros argentinos (perdón pero es así); pero lo cierto es que sentí un poco de "casa" entre tanta lejanía. Creo que hasta fui muy efusivo al acercarme, pero él también lo fue así que no pareció ser una situación rara.
No me acuerdo su nombre, sólo que era de Quilmes y venía viajando desde hacía varios días por toda la isla (durmiendo a veces en plazas para ahorrar). Nos hicimos bastante amigos, al menos como suele darse las amistades de viaje, así que los siguientes 3 días los pasamos junto con los franceses. Recuerdo al menos tres historias con ellos: la visita "clandestina" a una villa, una violenta puesta de sol en la playa y la noche de cumbia/salsa en un bar. La villa era más bien un barrio periférico, a donde los turistas no llegan y si vas por un camino principal tenés vedada la entrada; pero nosotros nos metimos por un descampado roñoso y terminamos en el barrio jugando a la pelota con los chicos de la zona. Por alguna razón este argentino tenía un interés especial por visitar este lugar. Otra vez fuimos a la playa todos juntos, no recuerdo si incluso esa misma noche. Nos quedamos hasta la pueda de sol, y cuando la luz comenzó a irse aparecieron de la nada millones y millones de mosquitos que se hicieron una fiesta con nosotros: mientras esperábamos que llegara un taxi que no recuerdo cómo llamamos, corríamos en círculos para intentar escapar apenas al asedio. Y en cuanto al bar: allí fue donde recuerdo haber escuchado por primera vez la canción "Despacito", y aunque sé que muchos la odian a mí me sigue recordando aquel bar de Trinidad donde cuanta canción de salsa sonaba la bailábamos con pasito de cumbia.

Pero la anécdota que titula esta "entrada" es para mí mucho más curiosa y memorable. Una tarde me fui sólo a caminar por el pueblo (creo que incluso a la playa), y quedamos en encontrarnos con el argentino. Él se marchaba al otro día y no tenia dónde dormir, y mi alojamiento tenía dos camas, así que quedamos en allí pasaría la noche. Quedamos en encontrarnos en la Plaza Mayor, así que hacia el atardecer allí me fui para hacer tiempo. Una anécdora graciosa: en ese tiempo aún usaba anteojos por la miopía, y en ese viaje estaba estrenando anteojos de sol con aumento. Llegué a la plaza casi de noche, enojado por la ausencia de luz en un lugar tan turístico, hasta que caí en la cuenta que tenía puestos los anteojos de sol, y por eso todo se veía excesivamente oscuro. Un poco distraído lo mío.
Y entre una cosa y otra, me encuentro con el protagonista de este recuerdo: Luis Martínez, el "poeta carretillero", como él se anunciaba a sí mismo. ¿Qué tenía de especial Luis? Bueno, al contarle que soy argentino me contó que había compuesto un poema a la Provincia de Buenos Aires... sí, así como se oye (o lee, más bien). ¿Y por qué? Vaya Cristo a saber. Jamás en su vida había salido de Cuba, y lo cierto es que no recuerdo cuál fue su explicación, pero lo cierto es que aquí va su poema:
No soy muy ducho en este estilo literario así que no podría juzgar su calidad. Quizás el relato de este recuerdo tampoco sea la gran cosa... pero sí recuerdo muy bien la emoción que sentí por el sentido de pertenencia e identificación con la argentinidad. Es algo que ciertamente se vive cuando estás lejos, difícil de experimentar entre los quehaceres rutinarios del día a día.
Me resulta curioso este fenómeno por el cual uno sale al mundo a explorar diferentes culturas, y en el contacto con ellas descubre lo que siente por la propia. Supongo que es parte del auto-descubrimiento que trae consigo la perspectiva que nos da viajar. Porque lo que está claro, al menos en mi experiencia, es que salir a conocer el mundo es una gran oportunidad para desarrollar una mejor versión de sí mismo.
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