6 meses en una fábrica
- Martin Vergara
- 18 feb
- 10 Min. de lectura
Hacia finales de junio de 2020 me mudé a la ciudad de Brisbane después de trabajar por un mes y medio en la BP Roadhouse del pequeño pueblo de Condamine, en Queensland. Más adelante contaré esta historia, que tiene sus bemoles interesantes como primera experiencia laboral en Australia.
Pero hoy quisiera contar otra, y la razón por la cual la elijo para hoy es que me vino a la memoria como un dique a presión lleno de recuerdos y anécdotas por escribir. Desde que me levanté que éstos no paran de bombardear el cerebro, así que lo mejor pienso que es ponerlos por escrito, aunque no haya una linealidad histórica.
Hubo una tetralogía de razones por las cuales elegí mudarme a Brisbane (y no a Chinchilla o Toowomba, lugares un poco más grandes cerca de donde estaba). Creo que la más importante, el turno médico con el traumatólogo del seguro médico que estaba por vencer, quien tenía que revisarme una rodilla que hacía días que reclamaba atención. Otra razón: la cercanía de una oficina del Australian Post donde podría recibir el recambio del reloj FitBit que había comprado en Sydney y que ahora me acompañaba en los entrenamientos. En tercer lugar, el contacto que había hecho con el Aldridge Center, un centro universitario del Opus Dei donde esperaba recibir algo de la atención espiritual vedada en los últimos meses por la cuarentena. Y en último lugar, la posibilidad de hacer tiempo hasta que abrieran las fronteras del Northern Territory, a donde pensaba mudarme lo antes posible para conseguir algún trabajo con comunidades aborígenes, el proyecto inicial que había gestado desde Argentina y que jamás concreté.
Fui al médico (no tenía nada); recibí mi nuevo reloj, me hice nuevos amigos y me quedé en Brisbane. Adios NT. Pero aunque quisiera contar un poco sobre la vida en Brisbane (que fue definitiva para los siguientes años y que marcaron y direccionaron toda mi experiencia en Australia), ahora quiero centrarme en el que fue mi segundo trabajo formal que marcó la "rutina" tan largamente buscada como experiencia de vida en el extranjero: operario de máquina en una fábrica de Everhard.
Al poco tiempo de llegar a Brisbane comencé a buscar trabajo; me anoté en varias agencias de reclutamiento de labours y hubo una, Trojan Recruitment Group, que me contactó a las pocas horas de completar el formulario online de registro. Me llamaron para una entrevista al día siguiente en la cual, después de responde varias preguntas y completar algunos tests todo pareció quedar en la nada. Creo haberme puesto insistente en la necesidad de trabajar, y quien parecía ser el gerente (o alguien de rango superior al entrevistador) me indicó que yo no tenía auto, y ese era un problema para trasladarse a las fábricas y lugares de trabajo, que suelen ubicarse en las afueras. Quizás tuvo compasión (o el cierre de fronteras seguía causando estragos en la reactivación económica) y me comentó que había una fábrica cercana a la estación de tren de Geebung. Que podría ubicarme allí, pero que tenía que comprometerme a ser puntual. Le aseguré que sí lo haría, aunque de eso dependiera ir en Uber y gastar un dineral. En realidad me parecía que tenía bastante sentido: un Uber desde mi casa en Toowong hasta la fábrica en Geebung costaba alrededor de 40 AUD, un precio alto. Sin embargo, por jornada de trabajo podría llegar a ganar cerca de 220 AUD: mejor 180 AUD en el bolsillo antes que nada. Se lo expresé al gerente y creo que me notó convencido, así que me asignaron dicha fábrica.
Pero la oferta no era lo que yo creía. No es que a partir del día siguiente debía ir a trabajar, sino que recibiría un mensaje de texto cada vez que la fábrica necesitara un operario para cubrir un puesto vacante casual. Sin aviso no había trabajo. En fin: mejor era eso antes que nada. No se trataba de resignarse sino de aceptar las condiciones... o seguir buscando trabajo. Al principio se hizo difícil, pero me gustaba la idea de ser el responsable de aceptar la situación en lugar de culpar al otro por no ofrecer el ideal fácil que yo buscaba.

A los pocos días llegó el dichoso mensaje de texto: necesitaban un operario para cubrir un turno de 22 a 6 am. y querían saber si estaba disponible... porque así funcionaba: no me obligaban a ir, me preguntaban si estaba disponible. Si yo decía que sí, asumía el compromiso. Si decía que no, buscaban a otro. Dije que sí, por supuesto, pero lamentando el horario: a partir de las 20-21 empiezo a decaer, y a las 23 indefectiblemente me convierto en calabaza, no llego ni a la medianoche. Esto sí sería un desafío. No me olvido la fecha: mi primer día sería el 9 de julio, fecha trascendente si la hay cuando estás lejos de casa y extrañás "la argentinidad".
Traté de dormir una siesta prolongada (no recuerdo si empastillado), y hacia las 21 tomé el tren con destino a Geebung. Rarísima la sensación de ir a trabajar a esa hora, igualmente muerto de sueño, sin saber a qué me enfrentaría y tratando de ver cómo sobrevivir toda la noche despierto.

Llegué a la fábrica y pregunté por Rick con un formal "good nights, how are you?" de esos que aprendés en el colegio pero que en la realidad no se usan; la que va es algo así como "hi mate, how you´doin´" pero tratando de resbalar las palabras y que parezca un sonido ininterrumpido, no una pregunta concreta de "cómo estás". Me recibieron muy bien: ya no recuerdo el nombre de mi supervisor, pero me presentó al equipo, me entregó el material de seguridad (guantes, casco, lentes y tapones de oído) y me guió por la fábrica mostrándome las máquinas y aquella en la cual trabajaría... toda la noche.
En los turnos teníamos dos breaks de 10 minutos y uno de 30 que se destinaba a almuerzo/cena o lo que fuera. En el turno noche era algo así como a las 2:30 am... Lindo horario para "almorzar".
Everhard es una empresa que hace productos plásticos para agua: tanques, contenedores, rejillas, tuberías, canaletas, etc. El trabajo consistía, básicamente, en sacar los productos de la máquina y ubicarlos en un pallet con cierto orden; dependiendo de la máquina y el producto había que ser más o menos rápido, bajo riesgo de que se te acumularan los productos en la cinta o en su defecto en el piso cuando se iban cayendo. Agarrar el ritmo no era tan difícil como permanecer despierto, y para hacerlo no tuve mejor idea que cantar cuanta canción se me ocurriera, sin parar. Como el ruido es insoportable y todos usan tapones, supongo que al verme mover la boca toda la noche debieron pensar que estaba loco. A las 6 am se acabó el turno (venía alguien a reemplazarte) y me volví a casa sintiéndome más cansado que desgraciado. No era ni por lejos el trabajo de mis sueños... Bah, imagino que para nadie.

Me llamaron para la siguiente noche y obviamente fui. El supervisor me preguntó si quería un trabajo permanente y obvio le contesté que sí; me dijo que tenía una vacante en su equipo, y si la quería era para mí. Mi primera respuesta es que no quería trabajar de noche, pero ahí estaba el problema: para ser operario en Everhard había que estar dispuesto a los turnos rotativos: una semana de 6 a 14, la siguiente de 14 a 22, la tercera de 22 a 6 y así... siempre. Como se trataba del segundo trabajo que conseguía en Australia, y dudaba de la facilidad para conseguir otros decidí aceptar.
Y así fue desde julio a diciembre de lunes a viernes, y usualmente el sábado o el domingo para sumar algunos dólares extras. A esa altura ya tenía algunos amigos y algo de vida social, pero nunca como en tu propio país. Creo que con una mano me alcanzaba para contarlos, y como todos suelen estar en la misma, gastar tu tiempo en trabajar y juntar dinero no parece una mala opción, de lo contrario hay muchas chances de que estés sólo. Triste, pero real.
Las semanas de 6 a 14 eran las más normales. Madrugar nunca me costó (al mes me compré un auto, así que ya no dependía de los horarios del tren), y tenía para mí el resto de la tarde. De hecho, luego me hice unos grandes amigos que vivían en Gold Coast (90 km aprox.) y esas semanas me podía escapar hacia allá. Las semanas que trabajaba de 14 a 22 eran raras, pero al menos desayunaba en mi casa, salía a entrenar y llegaba a casa a dormir. Las semanas de 22 a 6 eran una tortura, no tenían nada rescatable. Eran días perdidos. Lo que intentaba era dar vuelta el día: llegaba a casa a eso de las 7 e intentaba que fueran las 19, comiendo algo como si se tratara de una merienda o saliendo a correr (se imaginarán en qué estado). Hacia el mediodía comía algo más consistente como si fuera una cena, y me empastillaba para dormir varias horas; luego, alrededor de las 18 me despertaba con la fuerte resaca que me dejaban las pastillas y arrancaba nuevamente el ciclo. Horrible. El cuerpo, igual, se va acostumbrando.

Son varios los recuerdos que tengo de este tiempo, porque si bien el trabajo era aburrido, rutinario y básico, el equipo era muy agradable: solía conversar mucho con un brasilero, con quien teníamos mucho en común; había también un viejo que llevaba 30 años haciendo el mismo trabajo (algo inexplicable para mí), que me daba consejos y me ayudaba con el auto que acababa de comprar; también estaba Yowie (que no se llamaba así), que vivía bajo un permanente estrés pero siempre ayudaba con las máquinas, y alguno más que debo estar olvidando. Nos sosteníamos mucho entre todos, y eso generaba un buen ambiente, amigable. "Progresar" en este trabajo significaba que te asignaran una máquina con productos más complicados de manipular, que salían más rápido de la máquina, o que se apilaban de alguna manera más particular, pero nada más. Rutina, rutina y más rutina. El mayor aprendizaje que adquirí en Everhard fue el de comprender qué debe pensar y sentir un trabajador que todos los días hace un trabajo que odia, en donde prácticamente no puede aportar más que su fuerza física y un uso apenas básico de sus facultades cognitivas. Un trabajo sin aspiración, rutinario, aburrido, en el que sos poco más que una máquina... comprendí entonces qué fácilmente manipulable puede ser el trabajador frustrado que ve cómo su vida se gasta en nada, que sólo vive para trabajar en algo que consume un tercio de su día a cambio de algo tan insulso y poco original como es el dinero; y ni hablar si ese dinero apenas alcanza para los gastos más básicos.

Los primeros días se hicieron difíciles. Una vez aprendí a manejar las máquinas ya no sabía qué hacer para que el tiempo se pasara... hasta que lo "vi". Un empleado usaba protectores auditivos que cubrían toda la oreja en lugar del pequeño tapón; y bajo el protector llevaba un auricular. Desde ya que el uso de celulares estaba completamente prohibido por motivos de seguridad, pero si lo llevabas en el bolsillo sin tocarlo nada te podían decir (o al menos simulaban no enterarse). Así que los primeros días arranqué con las playslists de Spotify, pero sirvieron de poco: ¿cuántas playlist de entre 6 y 8 hs tenés para escuchar? Podés repetir alguna vez, pero volvés a caer en el aburrimiento. Y entonces descubrí los podcasts (ni sabía lo que eran), y comencé a sentirme un privilegiado.
Organizaba mi jornada de trabajo con un horario: un rato de música para espabilar, después rezaba el rosario; al rato algo más de música y luego media hora de oración mental con alguna meditación de San Josemaría o algún texto sagrado, o alguna predicación. Después los podcasts, cuya selección la hacía en casa porque cubrían la mayor parte de la jornada. Encontré un ciclo que dirigía un cordobés que explicaba linealmente la historia argentina. Luego encontré otro que recorría la historia de todos los Presidentes y Vice Presidentes argentinos, y otro sobre historia de las crisis económicas de nuestro país a lo largo de 200 años. También un curso básico de Economía. Después fui sumando programas y ciclos de análisis político, hasta que encontré los podcast del Diario Perfil: Jorge Fontevecchia no es un personaje de mi devoción, pero tiene la virtud de saber entrevistar a periodistas, analistas, políticos, economistas, sindicalistas, etc. de todo el arco político, y eso me aportaba una mirada de primera mano sobre todos los jugadores de la realidad política argentina. Claro, usualmente uno no se sienta en el living de su casa a mirar ciclos de política durante horas, y tampoco tenemos tanto tiempo libre en el día. Pero yo era un privilegiado: tenía la oportunidad de escuchar y aprender sobre historia, política y economía argentina durante horas, y me pagaban por ello. Jamás había tenido un trabajo que me brindara esta oportunidad.

Y así se me pasó el semestre: entrenando, casi siempre trabajando y algunas salidas las semanas que trabajaba de día. Llegando a diciembre, ya que las condiciones de mi visa no me habilitaban a permanecer en un trabajo por más de 6 meses, mi jefe me ofreció conservar el puesto a cambio de que la empresa me ayudara a quedarme por más tiempo: básicamente, el sueño de muchísimos que van para Australia, una especie de sponsoreo para quedarse. ¿A qué precio? Un mínimo de 2 años haciendo el mismo trabajo y la misma rutina. Lo pensé, entré en "crisis" pero la respuesta fue un rotundo "no". De ningún modo me parecía que valía la pena gastar los siguientes dos años de mi vida viviendo esa vida. Así que un día la agencia me llamó para que trabajara por el día en otro lugar; y así el siguiente... y así nomás, fríamente, un día dejé de trabajar en Everhard sin ser consciente de que era mi último día, y sin siquiera la oportunidad de despedirme y agradecer a todo el equipo por su ayuda y acompañamiento, y por todo lo que aprendí.
No sé si el trabajo en Everhard fue una gran aventura, pero sí un capítulo de vida que conservo por todo lo que viví y aprendí. Nunca imaginé trabajar en una fábrica como operario; no lo hubiera hecho en Argentina porque mi profesión no me lleva por ese lado. Pero hoy, si no tuviera trabajo ni oportunidades, no lo dudaría.
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